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Una trama de corrupción y abuso de poder para ocultar delitos que inculpaban a sacerdotes todopoderosos y su red de protección. Una comunión narcisista y elitista.

Años de maniobras para proteger a abusadores y desprestigiar a las víctimas que lograron su objetivo; delitos prescritos ante la justicia penal y “castigos” decepcionantes de la canónica, cuando los hubo.

Una justicia eclesiástica anquilosada que debe subordinarse a la ordinaria, sin privilegios. Actúa como juez y parte con la protección de la institución como “medida de lo posible”. Sus protocolos están obsoletos y está visto; permitió el encubrimiento, destrucción de pruebas y entregó las denuncias a partes interesadas. No hizo justicia, no protegió a las víctimas y expuso a otras a los mismos abusadores. Jerarquía corrupta que parecía en enero haber logrado su objetivo, cuando el obispo Barros se paseaba con las comitivas papales por el país.

A muchos ya no les importa el perdón de los obispos porque abandonaron la Iglesia católica en el transcurso. Pero sí a algunas de las muchas víctimas que se vieron representadas en Cruz, Murillo y Hamilton y que a contracorriente mantuvieron su fe.

A ellos les corresponde exigir y valorar los cambios que puedan venir en su Iglesia.

Al resto, velar porque nunca más los abusos a niños y adolescentes queden impunes o prescriban ocultos en poderosas redes de protección, con o sin sotana, por dignidad, justicia y verdad, las víctimas creen que los obispos tienen que irse y en eso el papa Francisco tiene la palabra. 

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